Título: El Drama del Fin de los
Tiempos
Autor: El P. André
Emmanuel, cura párroco de Mesnil-Saint-Loup (Francia), escribió estos artículos
que fueron apareciendo en el boletín parroquial, entre 1883 y 1885 hace ahora
más de cien años. Poseemos una fotocopia del volumen publicado en francés, prologado
por Monseñor Lefebvre. Ignoramos la editorial y el año de su edición.
Contenido:
Prefacio de Monseñor Marcel Lefebvre
I. UNAS PALABRAS AL LECTOR
II. LOS SIGNOS PRECURSORES
III. EL HOMBRE DE PECADO
IV. IMPERIO DEL ANTICRISTO: Visión del profeta Daniel
V. LOS PREDICADORES DEL ANTICRISTO: Visión de San Juan
VI. LA IGLESIA DURANTE LA TORMENTA
VII. HENOC Y ELÍAS
VIII. LA CRISIS FINAL
IX. LA CONVERSIÓN DE LOS JUDÍOS
X. EL ADVENIMIENTO DEL JUEZ SUPREMO
XI. CONCLUSIÓN
Notas
Prefacio de Monseñor Marcel Lefebvre
Las páginas que siguen, escritas por el Reverendo Padre
Emmanuel, Prior del Monasterio de Mesnil-Saint-Loup, tienen cien años. Las
escribió en un boletín entre 1883 y 1885. Se publican en un volumen en 1985.
El Reverendo Padre Emmanuel es teólogo, pero su doctrina se
orienta hacia la vida espiritual. Su alma arde en el deseo de comunicar la
verdad a las almas, de llevarlas hacia Dios, de santificarlas a la manera de
San Benito, que quería hacer de sus monjes buenos cristianos, es decir,
discípulos de Nuestro Señor Jesucristo.
La lectura de estas páginas sobre la Iglesia, entusiasma, se
siente en ellas el soplo del Espíritu Santo. Algunas, hasta son proféticas,
cuando describe la Pasión de la Iglesia. Ese año, 1884, es también el año en el
que León XIII redacta su exorcismo por la intercesión de San Miguel Arcángel,
que anuncia la iniquidad en la sede de Pedro.
Algunos años antes el Papa Pío IX hacía publicar las Actas
de la secta masónica de la Alta Venta, que son verdaderas profecías diabólicas
para nuestro tiempo.
El Reverendo Padre, de precisiones sorprendentes sobre el
indiferentismo religioso, que corresponde exactamente a la herejía ecuménica de
nuestros días. ¡Qué habría dicho de haber vivido en nuestra época! Por sus
escritos nos anima a permanecer firmes en le fe de la Iglesia y a rehusar los
compromisos que menoscaban su liturgia, su doctrina y su moral. El ejemplo de
su apostolado litúrgico en la Parroquia de Nuestra Señora de la Santa Esperanza
de Mesnil-Saint-Loup queda como testimonio de su celo y santidad.
Ojalá que estas páginas tengan gran difusión por la
intercesión de Nuestra Señora de la Santa Esperanza. Que Ella se digne bendecir
a los lectores y a los editores.
Mons. Marcel Lefebvre
I. UNAS PALABRAS AL LECTOR
Hemos considerado a la Iglesia en el pasado y en el
presente; nos falta contemplarla en el futuro.
Dios ha querido que los destinos de la Iglesia de su Hijo
único fuesen trazados de antemano en las Escrituras, como lo habían sido los de
su Hijo mismo; por eso, en ellas buscaremos los documentos de nuestro trabajo.
La Iglesia, como debe ser semejante en todo a Nuestro
Señor, sufrirá, antes del fin del mundo, una prueba suprema que será una
verdadera Pasión. Los detalles de esta Pasión, en la cual la Iglesia
manifestará toda la inmensidad de su amor por su divino Esposo, son los que se
encuentran consignados en los escritos inspirados del Antiguo Testamento y del
Nuevo. Los haremos pasar ante los ojos de nuestros lectores.
No tenemos intención de espantar a nadie, al abordar
semejante tema. Diríamos más: nos parece desgranar, juntamente con las grandes
enseñanzas, grandes consuelos.
II
Ciertamente es un espectáculo triste ver cómo la
humanidad, seducida y enloquecida por el espíritu del mal, trata de ahogar y de
aniquilar a la Iglesia, su madre y su tutora divinas.
Pero de este espectáculo sale una luz que nos muestra
toda la historia en su verdadera luz.
El hombre se agita sobre la tierra; pero es conducido por
fuerzas que no son de la tierra.
En la superficie de la historia, el ojo capta trastornos
de imperios, civilizaciones que se hacen y que se deshacen. Por debajo, la fe
nos hace seguir el gran antagonismo entre Satán y Nuestro Señor; ella nos hace
asistir a las astucias y a las violencias de que se vale el Espíritu inmundo,
para entrar en la casa de la que Jesucristo lo expulsó. Al fin volverá a entrar
en ella, y querrá eliminar de ella a Nuestro Señor. Entonces se rasgarán los
velos, lo sobrenatural se manifestará por todas partes; no habrá ya política
propiamente dicha, sino que se desarrollará un drama exclusivamente religioso,
que abarcará a todo el universo.
Podemos preguntarnos por qué los escritores sagrados han
descrito tan minucIosamente las peripecias de este drama, cuando sólo ocupará
algunos pocos años. Es que será la conclusión de toda la historia de la Iglesia
y del género humano; es que hará resaltar, con un brillo supremo, el carácter
divino de la Iglesia.
Por otra parte, todas estas profecías tienen el fin
incontestable de fortalecer el alma de los fieles creyentes en los días de la
gran prueba. Todas las sacudidas, todos los miedos, todas las seducciones que
entonces los asaltarán, puesto que han sido predichos con tanta exactitud,
formarán entonces otros tantos argumentos en favor de la fe combatida y
proscrita. La fe se afianzará en ellos, precisamente por medio de lo que debería
destruirla.
Pero nosotros mismos tenemos que sacar abundantes frutos
de la consideración de estos acontecimientos extraños y temibles. Después de
haber hablado de ellos, Nuestro Señor dijo a sus discípulos: “Velad, pues,
orando en todo tiempo, a fin de merecer el evitar todos estos males venideros,
y manteneros en pie ante el Hijo del hombre” (Lc. 21 36).
Así, pues, el anuncio de estos acontecimientos es un
solemne aviso al mundo: “Velad y orad para no caer en la tentación” (Mt. 26
41).
No sabéis cuándo sucederán estas cosas: velad y orad,
para que no os tomen por sorpresa.
Sabéis que desde ahora la seducción opera en las almas,
que el misterio de iniquidad realiza su obra, que la fe es reputada como un
oprobio (San Gregorio); velad y orad, para conservar la fe.
Llegó la hora de la noche, la hora del poder de las
tinieblas: velad para que vuestra lámpara no se apague, orad para que el torpor
y el sueño no os venzan.
Más bien levantad vuestras cabezas al cielo; porque la
hora de la redención se acerca, porque las primeras luces del alba clarean ya
las tinieblas de la noche (Lc. 21 28).
III
Después de haber hablado de las enseñanzas, digamos
algunas palabras de los consuelos.
Jamás se habrá visto al mal tan desencadenado; y al mismo
tiempo más contenido en la mano de Dios.
La Iglesia, como Nuestro Señor, será entregada sin
defensa a los verdugos que la crucificarán en todos sus miembros; pero no se
les permitirá romperle los huesos, que son los elegidos, como tampoco se les
permitió romper los del Cordero Pascual extendido sobre la cruz.
La prueba será limitada, abreviada, por causa de los
elegidos; y los elegidos se salvarán; y los elegidos serán todos los verdaderos
humildes.
Finalmente, la prueba concluirá por un triunfo inaudito
de la Iglesia, comparable a una resurrección.
En esos tiempos, e incluso en los preludios de la crisis
suprema, la Iglesia verá cómo se convierten los restos de las naciones. Pero su
consuelo más vivo será el retorno de los Judíos.
Los Judíos se convertirán, ya antes, ya durante el triunfo
de la Iglesia; y San Pablo, que anuncia este gran acontecimiento, no puede
aguantarse de alegría al contemplar sus consecuencias.
Como se ve, podemos aplicar aquí a la Iglesia la palabra
de los Salmos: “Según la multitud de las aflicciones que han llenado mi
corazón, vuestras consolaciones, Señor, han alegrado mi alma” (Sal. 93 18).
II. LOS SIGNOS PRECURSORES
I
El tema del fin del mundo ha sido agitado desde el
comienzo de la Iglesia. San Pablo había dado sobre este punto preciosas
enseñanzas a los cristianos de Tesalónica; y como a pesar de sus instrucciones
orales, los espíritus seguían inquietos por causa de predicciones y rumores sin
fundamento, les dirige una carta muy grave para calmar esas inquietudes.
“Os rogamos, hermanos, por lo que atañe al advenimiento
de Nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con El, que no os dejéis tan
pronto impresionar, abandonando vuestro sentir, ni os alarméis, ni por
visiones, ni por ciertos discursos, ni por cartas que se suponen enviadas por
nosotros, como que sea inminente el día del Señor. Que nadie os engañe de
ninguna manera; porque antes ha de venir la apostasía, y se ha de manifestar el
hombre del pecado, el hijo de la perdición… ¿No recordáis que, estando todavía
con vosotros, os decía yo esto? Y ahora ya lo que le detiene, con el objeto de
que no se manifieste sino a su tiempo. Porque el misterio de iniquidad está ya
en acción; sólo falta que el que lo detiene ahora desaparezca de en medio” (II
Tes. 2 1-7).
Así, el fin del mundo no llegará sin que antes se revele
un hombre espantosamente malvado e impío, que San Pabblo califica llamándolo el
hombre del pecado, el hijo de la perdición. Y éste, a su vez, no se manifestará
sino después de una apostasía general, y después de la desaparición de un
obstáculo providencial sobre el que el Apóstol había instruido de viva voz a
sus fieles.
II
¿De qué apostasía quiere hablar San Pablo? No se trata de
una defección parcial; porque dice, de manera absoluta, la apostasía. No se lo
puede entender, por desgracia, sino de la apostasía en masa de las sociedades
cristianas, que social y civilmente renegarán de su bautismo; de la defección
de estas naciones que Jesucristo, según la enérgica expresión de San Pablo,
había hecho concorporales a su Iglesia (Ef. 3 6). Sólo esta apostasía hará
posible la manifestación, y la dominación, del enemigo personal de Jesucristo,
en una palabra, del Anticristo.
Nuestro Señor dijo: “Cuando viniere el Hijo del hombre,
¿os parece que hallará fe sobre la tierra?” (Lc. 18 8). El divino Maestro veía
declinar la fe en el mundo llegado a su vejez. No es que los vientos del siglo
puedan hacer vacilar esta llama inextinguible, sino que las sociedades, ebrias
por el bienestar material, la rechazarán como importuna.
Volviendo las espaldas a la fe, el mundo va camino de las
tinieblas, y se convierte en juguete de las ilusiones de la mentira. Considera
como luces a meteoritos engañosos. Sería capaz de considerar como las primeras
luces del día los brillos rojos del incendio.
Al renegar de Jesucristo, es preciso que caiga mal que le
pese en las garras de Satán, a quien tan justamente se llama príncipe de las
tinieblas. No puede permanecer neutro; no puede crearse una independencia. Su
apostasía lo pone directamente bajo el poder del diablo y de sus satélites.
El docto Estio, al estudiar el texto del Apóstol, dice
que esta apostasía comenzó con Lutero y con Calvino. Es el punto de partida.
Desde entonces ha recorrido un camino espantoso.
Hoy esta apostasía tiende a consumarse. Toma el nombre de
Revolución, que es la insurrección del hombre contra Dios y su Cristo. Tiene
por fórmula el laicismo, que es la eliminación de Dios y de su Cristo.
Así vemos a las sociedades secretas, investidas del poder
público, encarnizarse en descristianizar Francia, quitándole uno por uno todos
los elementos sobrenaturales de que la habían impregnado quince siglos de fe.
Estos sectarios sólo persiguen un fin: sellar la apostasía definitiva, y
preparar el camino al hombre del pecado.
Los cristianos deben reaccionar, con todas las energías
de que disponen, contra esta obra abominable; y para eso han de hacer entrar a
Jesucristo en la vida privada y pública, en las costumbres y en las leyes, en
la educación y en la instrucción. Por desgracia, hace ya tiempo que en todo eso
Jesucristo no es lo que debería ser, a saber todo. Hace ya tiempo que reina una
semiapostasía. ¿Cómo, por ejemplo, después de que la instrucción ha sido
paganizada, habríamos podido formar otra cosa que semicristianos?
Al trabajar en el sentido directamente opuesto a la
Francmasonería, los cristianos retrasarán el advenimiento del hombre del
pecado; facilitarán a la Iglesia la paz y la independencia de que tiene
necesidad, para captar y convertir al mundo que se abre ante Ella.
Ahí se concentra toda la lucha de la hora presente:
¿dejaremos, sí o no, nosotros los bautizados, que se consume la apostasía que
en un breve lapso de tiempo ha de permitir la manifestación del Anticristo?
III
El Apóstol habla, en términos enigmáticos para nosotros,
de un obstáculo que se opone a la aparición del hombre de pecado: “Sólo falta
que el que lo detiene ahora, dice, desaparezca de en medio”.
Por este obstáculo que detiene, los más antiguos Padres
griegos y latinos entendieron casi unánimemente el imperio romano. Por
consiguiente, explican a San Pablo del siguiente modo: Mientras subsista el
imperio romano, el Anticristo no aparecerá.
Los intérpretes más recientes no se conforman con esta
glosa; no admiten que la suerte de la Iglesia parezca ligada a la de un
imperio; pero en vano buscan otra explicación que sea realmente satisfactoria.
Confieso ingenuamente que el pensamiento de los antiguos
intérpretes no me parece tan despreciable, mientras se la entienda con cierta
amplitud.
Observemos que San Pablo, al anunciar a los fieles una
apostasía, cuando la conversión del mundo a penas estaba esbozada, debió darles
una panorámica de todo el futuro de la Iglesia. Les había hecho saber que las
naciones se convertirían, que se formarían sociedades cristianas, y luego que
estas sociedades perderían la fe. Les mostró sin duda que el imperio romano
sería transformado, que un poder cristiano remplazaría al poder pagano, y que
la autoridad de los Césares pasaría a manos bautizadas que se servirían de él
para extender el reino de Jesucristo. Y por eso pudo añadir: Mientras dure este
estado de cosas, estad tranquilos, el Anticristo no aparecerá.
Por lo tanto, el sentido del Apóstol, entendido
ampliamente, sería el siguiente: Mientras la dominación del mundo permanezca
entre las manos bautizadas de la raza latina, el enemigo de Jesucristo no se
manifestará.
Observemos, como corolario de esta interpretación, que
los francmasones se oponen ante todo y sobre todo a la restauración del poder
cristiano. Que un príncipe se anuncie como cristiano, se ponen en obra todos
los medios para deshacerse de él. Es lo que no debe suceder a ningún precio
[1]. Así, pues, el poder cristiano es lo que impediría a la secta alcanzar su
objetivo.
Por otra parte, las razas latinas están destinadas o a
ejercer en el mundo una influencia católica, o a abdicar. Su misión es la de
servir a la difusión del Evangelio; y su existencia política está ligada a esta
misión. El día en que renunciasen a ella por la apostasía completa, serían
aniquiladas; y el Anticristo, saliendo probablemente de Oriente, las aplastaría
fácilmente con los pies [2].
También aquí les toca a los cristianos obrar sobre el
espíritu público, obligar a los gobiernos a volver a adoptar las tradiciones
cristianas, fuera de las cuales no hay más que decadencia para las naciones
europeas y especialmente para nuestra pobre patria.
III. EL HOMBRE DE PECADO
I
Entra dentro de lo posible, aunque la apostasía se
encuentre muy avanzada, que los cristianos, por un esfuerzo generoso, hagan
retroceder a los conductores de la descristianización a ultranza, y obtengan
así para la Iglesia días de consuelo y de paz antes de la gran prueba. Este
resultado lo esperamos, no de los hombres, sino de Dios; no tanto de los
esfuerzos cuanto de las oraciones.
En este orden de ideas, algunos autores piadosos esperan,
después de la crisis presente, un triunfo de la Iglesia, algo así como un
domingo de Ramos, en el cual esta Madre será saludada por los clamores de amor
de los hijos de Jacob, reunidos a las naciones en la unidad de una misma fe.
Nos asociamos de buena gana a estas esperanzas, que apuntan a un hecho
formalmente anunciado por los profetas, y del cual volveremos a hablar en su
lugar.
Sea lo que fuere, este triunfo, si Dios nos lo concede,
no será de larga duración. Los enemigos de la Iglesia, aturdidos por un
momento, proseguirán su obra satánica con redoblado odio. Podemos
representarnos el estado de la Iglesia en ese momento, como semejante en todo
al estado de Nuestro Señor durante los días que precedieron a su Pasión.
El mundo será profundamente agitado, como lo estaba el
pueblo judío reunido para las fiestas pascuales. Habrá rumores inmensos, y cada
cual hablará de la Iglesia, unos para decir que ella es divina, otros para
decir que ella no lo es. La Iglesia se encontrará expuesta a los más insidiosos
ataques del librepensamiento; pero jamás habrá logrado mejor que entonces
reducir al silencio a sus adversarios, pulverizando sus sofismas…
En resumen, el mundo será puesto enfrente de la verdad;
la irradiación divina de la Iglesia brillará ante sus ojos; pero él desviará la
cabeza, y dirá: ¡No me interesa! Este desprecio de la verdad, este abuso de las
gracias tendrá como consecuencia la revelación del hombre de pecado. La
humanidad habrá querido a este amo inmundo: ella lo tendrá. Y por él se
producirá una seducción de iniquidad, una eficacia de error (así tradujo Bossuet
a San Pablo) que castigará a los hombres por haber rechazado y odiado la
Verdad.
Al hablar así, no estamos entregándonos a imaginaciones,
sino que seguimos al Apóstol.
En efecto, según él, toda seducción de iniquidad obrará
“sobre los que se pierden, por no haber aceptado el amor de la verdad a fin de
salvarse. Por eso Dios les enviará una eficacia de error, con que crean a la
mentira; para que sean juzgados todos los que no creyeron a la verdad, sino que
se complacieron en la injusticia” (II Tes. 2 11-12).
II
Cuando aparezca el hombre de pecado, será, como dice San
Pablo, a su tiempo; es decir, en un momento en que el cuerpo de los malvados,
endurecido contra los dardos de la gracia, hecho compacto e impermeable por la
obstinación de su malicia, reclamará esta cabeza.
Ella surgirá, y Satán hará brillar en ella toda la
extensión de su odio contra Dios y los hombres.
El hombre de pecado, el Anticristo, será un hombre, un
simple viador hacia la eternidad.
Algunos autores supusieron en él una encarnación del
demonio; esta imaginación carece de fundamento. El diablo no tiene el poder de
asumir y de unirse una naturaleza humana, de simular el adorable misterio de la
Encarnación del Verbo.
Los Padres piensan unánimemente que será judío de origen.
Incluso dicen que será de la tribu de Dan, fundándose en que esta tribu no es
nombrada en el Apocalipsis como dando elegidos al Señor. San Agustín se hace el
eco de esta tradición, en su libro de Cuestiones sobre Josué. Se hace muy
verosímil por el hecho de que la francmasonería es de origen judío, de que los
judíos tienen en manos sus hilos en el mundo entero; lo cual hace pensar que el
jefe del imperio anticristiano será un judío. Los judíos, por otra parte, que
no quieren reconocer a Jesucristo, siguen esperando a su Mesías. Nuestro Señor
les decía:
“Yo vine en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro
viniere de su propia autoridad, a aquél le recibiréis” (Jn. 5 43). Por este
otro, los Padres entienden comúnmente al Anticristo.
Aunque el Anticristo sea llamado el hombre de pecado, el
hijo de perdición, no hay que creer que estará destinado al mal, como fatal e
irremisiblemente. Recibirá gracias, conocerá la verdad, tendrá un ángel
custodio. Tendrá la oportunidad y los medios para alcanzar la salvación, y sólo
se perderá por su propia culpa.
Sin embargo, San Juan Damasceno no duda en decir que
desde su nacimiento será impuro, totalmente impregnado de los soplos de Satán.
Es de creer que, desde el uso de razón, entrará en contacto tan constante e
íntimo con el espíritu de las tinieblas, se inclinará al mal con tal
obstinación, que no dejará penetrar en su alma ninguna luz sobrenatural,
ninguna gracia de lo alto. Permanecerá inmutablemente rebelde a todo bien.
Eso le valdrá el nombre de hombre de pecado. Llevará el
pecado hasta su colmo, no haciendo de toda su vida sino un largo acto de
rebeldía contra Dios. Por esta constante aplicación al mal, alcanzará un
refinamiento de impiedad al que no llegó jamás hombre alguno.
El calificativo de hijo de perdición, que le es común con
Judas, quiere decir que su condenación eterna esta prevista por Dios, como
castigo de su espantosa malicia, hasta el punto de que está inscrita en las
Escrituras y como consignada de antemano. Es probable -y tal es el pensamiento
de San Gregorio- que el monstruo conocerá, por una luz salida de los abismos
del infierno, la suerte que le espera, que renunciará a toda esperanza para
odiar a Dios más a su gusto, que se fijará desde esta vida en la obstinación
irremediable de los condenados. Y así realizará en sí mismo el nombre terrible
de hijo de perdición. De este modo será verdaderamente el Anticristo, es decir,
las antípodas de Nuestro Señor.
Jesucristo se encontraba fuera del alcance del pecado; él
se pondrá fuera del alcance de la gracia, por un abandono de todo su ser al
espíritu del mal. Jesucristo se orientaba a su Padre con todos los impulsos de
una naturaleza divinizada y sustraída a las influencias del mal; él se
orientará al mal con todos los impulsos de una naturaleza profundamente viciada
y que renunciará incluso a la esperanza.
III
Siendo tan diametralmente opuesto a Nuestro Señor,
realizará obras en oposición directa con las suyas. Será para Satán un órgano
selecto, un instrumento de predilección.
Así como Dios, al enviar a su Hijo al mundo, lo revistió
del poder de hacer milagros, e incluso de devolver la vida a los muertos, del
mismo modo Satán, haciendo un pacto con el hombre de pecado, le comunicará el
poder de hacer falsos milagros. Por eso dice San Pablo que “su advenimiento
será según la operación de Satanás, con todo poder, señales y prodigios
falsos”. Nuestro Señor sólo hizo milagros por bondad, y se negó a hacer
milagros por pura ostentación; el Anticristo se complacerá en ellos, y los
pueblos, por un justo juicio de Dios, se dejarán engañar por sus malabarismos.
Por lo que precede está claro que el Anticristo se
presentará al mundo como el tipo más completo de estos falsos profetas que
fanatizan a las masas, y que las conducen a todos los excesos bajo el pretexto
de una reforma religiosa. Desde este punto de vista, Mahoma parece haber sido
su verdadero precursor. Pero el Anticristo lo superará inmediatamente en
perversidad, en habilidad, y también en la plenitud de su poder satánico.
En el próximo artículo estudiaremos los orígenes y
desarrollo de su poder, y las fases de la guerra de exterminio que
desencadenará contra la Iglesia de Jesucristo.
IV. IMPERIO DEL ANTICRISTO:
Visión del profeta Daniel
Una noche el profeta Daniel tuvo una visión formidable.
Mientras que los cuatro vientos del cielo se combatían en un vasto mar, vio
surgir del medio de las olas cuatro fieras monstruosas.
Eran una leona, un oso, un leopardo de cuatro cabezas, y
no sé que monstruo de una fuerza prodigiosa, que tenía dientes y uñas de
hierro, y diez coronas en la frente.
Le fue revelado al profeta que estas cuatro fieras
significaban cuatro imperios que se levantarían sucesivamente sobre las olas
cambiantes de la humanidad.
Ahora bien, mientras que Daniel consideraba con espanto
la cuarta fiera, vio nacer un pequeño cuerno en medio de los otros diez, que
abatía a tres de ellos, y crecía más que todos los demás; y este cuerno tenía
como ojos de hombre, y una boca que profería grandes discursos; y hacía la
guerra a los santos del Altísimo, y prevalecía contra ellos.
El profeta pidió el significado de esta visión extraña.
Le fue dicho que los diez cuernos representaban a diez reyes; que el pequeño
cuerno era un rey que acabaría por dominar sobre toda la tierra con un poder
inaudito. “Vomitará, le fue dicho, blasfemias contra Dios, atropellará a los
santos del Altísimo, y se creerá con facultad de mudar las festividades y las
leyes, y los santos serán dejados en sus manos por un tiempo, dos tiempos, y la
mitad de un tiempo” (Dan. 7 25).
II
Por este rey, todos los intérpretes entienden al
Anticristo.
¿Cuál es la bestia en que sale, al tiempo señalado, este
cuerno de impiedad? Es la Revolución, por la que se entiende todo el cuerpo de
los impíos, que obedecen a un motor oculto, que se levanta contra Dios: la
Revolución, poder a la vez satánico y bestial, satánico como animado de un
espíritu infernal, bestial como entregado a todos los instintos de la
naturaleza degradada. Tiene dientes y uñas de hierro: pues forja leyes
despóticas, por medio de las cuales despedaza la libertad humana. Trata de
apoderarse de los reyes y de los gobiernos, que deben pactar con ella. Cuando
aparezca el Anticristo, tendrá diez reyes a su servicio, como si fueran diez
cuernos en la frente.
El Anticristo, nos dice Daniel, aparecerá como un pequeño
cuerno; es decir, sus comienzos serán oscuros. No saldrá de familia real; será
un Mahoma, un Madhi, que se elevará poco a poco por la osadía de sus
imposturas, secundadas por la complicidad total del diablo.
Efectivamente, el cuerno que lo representa es muy
diferente de los demás. Tiene ojos como ojos de hombre; pues el nuevo rey es un
vidente, un falso profeta. Tiene una boca que profiere palabras
grandilocuentes; porque se impone no menos por el brillo de su palabra y la
seducción de sus promesas, que por la fuerza de las armas y las astucias de la
política.
Todo el mundo tendrá pronto las miradas vueltas hacia el
impostor, cuyas hazañas celebrarán las trompetas de una prensa complaciente. Su
popularidad hará sombra a varios de los soberanos apóstatas, que se repartirán
entonces el imperio de la bestia revolucionaria. De ello se seguirá una lucha
gigantesca, en la cual, según Daniel, el Anticristo abatirá a tres de sus
rivales.
En ese momento todos los pueblos, fanatizados por sus
prodigios y sus victorias, lo aclamarán como el salvador de la humanidad. Y los
otros reyes no tendrán más remedio que sometérsele.
Comenzará entonces una crisis terrible para la Iglesia de
Dios. Pues el cuerno de impiedad, después de llegar a la cumbre del poder, hará
la guerra a los santos y prevalecerá contra ellos.
III
Es probable que, durante todo este primer período que
podrá durar largos años, el hombre del pecado afectará tener aires de
moderación hipócrita.
Judío, se presentará a los Judíos como el Mesías
prometido, como el restaurador de la ley de Moisés; tratará de aplicar en su
favor las misteriosas profecías de Isaías y de Ezequiel; reconstruirá, según el
parecer de varios Padres, el templo de Jerusalén. Los Judíos, al menos en
parte, deslumbrados por sus falsos milagros y su fasto insolente, lo recibirán
a él, el falso Cristo; y pondrán a su disposición la alta finanza, toda la
prensa, y las logias masónicas del mundo entero.
Es también muy verosímil que el Anticristo tratará con
consideración, para encumbrarse, a los partidarios de las falsas religiones. Se
presentará como plenamente respetuoso de la libertad de cultos, una de las
máximas y una de las mentiras de la bestia revolucionaria. Dirá a los budistas
que él mismo es un Buda; a los musulmanes, que Mahoma es un gran profeta.
Incluso no es nada imposible que el mundo musulmán acepte al falso Mesías de
los Judíos como un nuevo Mahoma.
¿Qué podemos saber? Tal vez llegará a decir, en su
hipocresía, y semejante en esto a Herodes su precursor, que quiere adorar a
Jesucristo. Pero no se tratará sino de una burla amarga. ¡Ay de los cristianos
que soporten sin indignación que su adorable Salvador sea colocado en pie de
igualdad con Buda y Mahoma, en no sé qué panteón de falsos dioses!
Todos estos artificios, semejantes a las caricias del
caballero que quiere subirse a su montura, ganarán insensiblemente el mundo
para el enemigo de Jesucristo; pero una vez bien asentado sobre los estribos,
hará valer los frenos y las espuelas; y pesará entonces sobre la humanidad la
más espantosa de las tiranías.
IV
San Pablo nos da a conocer de un solo trazo de pluma el
carácter extremo de esta tiranía, la más odiosa que existió y que existirá
jamás.
El hombre del pecado, dice, el hijo de la perdición, el
impío, “hará frente y se levantará contra todo el que se llama Dios o tiene
carácter religioso, hasta llegar a invadir el santuario de Dios, y poner en él
su trono, ostentándose a sí mismo como quien es Dios” (II Tes. 2 4).
Daniel lo había predicho antes que San Pablo. “No
atenderá a los dioses de sus padres, ni a la favorita de sus mujeres, ni hará
caso de ningún dios, pues se creerá superior a todos” (Dan. 11 37).
Así, pues, cuando el Anticristo haya sometido al mundo,
cuando haya colocado en todas partes sus lugartenientes y sus criaturas, cuando
pueda hacer valer en su propio provecho todos los recursos de una
centralización llevada a su colmo: entonces se quitará la máscara, proclamará
que todos los cultos quedan abolidos, se presentará como el único Dios, y bajo
las más espantosas e infamantes penas intentará forzar a todos los habitantes
de la tierra a que adoren su propia divinidad, con exclusión de toda otra.
A eso llegará la famosa libertad de cultos, que tanto se
predica ahora; la promiscuidad de los errores exige lógicamente esta
conclusión.
Mientras estaba en la tierra, el adorable Jesús, dulce y
humilde de corazón, que era Dios, no se propuso nunca a la adoración de sus
apóstoles; al contrario, llegó hasta a ponerse de rodillas ante ellos, al
lavarles los pies. Mas el Anticristo, monstruo de impiedad y de orgullo, se
hará adorar por la humanidad enloquecida y seducida; ella habrá escogido este
amo, prefiriéndolo al primero.
¡Y no se piense que la trampa será evidente! No
olvidemos, dice San Gregorio, que el monstruo dispondrá del poder del diablo
para hacer prodigios: y así, mientras que al comienzo los milagros estaban del
lado de los mártires, en ese momento parecerán estar del lado de los verdugos.
Habrá un deslumbramiento, un vértigo. Sólo los verdaderos humildes, afianzados
en Dios, se darán cuenta de la impostura y escaparán a la tentación.
Pero ¿dónde establecerá su culto el Anticristo? San Pablo
dice: “en el templo de Dios”. San Ireneo, casi contemporáneo de los Apóstoles,
precisa más, y dice que en el templo de Jerusalén, que hará reconstruir. Ese
será el centro de la horrible religión. San Juan, por otra parte, nos hace
saber que la imagen del monstruo será propuesta en todas partes a la adoración
de los hombres (Apoc. 13 24).
Entonces el budismo, mahometismo, protestantismo, etc.,
serán suprimidos y abolidos. Pero no hace falta decir que el furor del mundo se
dirigirá contra Nuestro Señor y su Iglesia. El Anticristo hará cesar el culto
público; suprimirá, dice Daniel, el sacrificio perpetuo. No se podrá ya
celebrar la Santa Misa más que en las cavernas y lugares ocultos.
Las iglesias profanadas presentarán a las miradas de
todos la abominación de la desolación, a saber, la imagen del monstruo colocada
sobre los altares del verdadero Dios. En la Revolución francesa hubo un ensayo
de todo esto.
Aquí se dejará sentir la mano de Dios. Abreviará esos
días de suma angustia. Esta persecución, que conmovería a las mismas columnas
del cielo, durará sólo un tiempo, dos tiempos y la mitad de un tiempo, a saber,
tres años y medio.
V. LOS PREDICADORES DEL ANTICRISTO:
Visión de San Juan
Los Libros Santos, que entran en tantos detalles sobre el
hombre del pecado, nos dan a conocer a un agente misterioso de seducción que le
someterá la tierra. Este agente, a la vez uno y múltiple, es, según San
Gregorio, una especie de cuerpo docente que propagará por todas partes las
doctrinas perversas de la Revolución.
El Anticristo tendrá sus lugartenientes y sus generales;
poseerá un ejército numerosísimo. Apenas se atreve uno a entender, al pie de la
letra, la cifra que San Juan nos da de él al hablar de la sola caballería
(Apoc. 9 16) [3]. Pero tendrá sobre todo a su servicio falsos profetas como él,
iluminados del diablo, doctores de mentiras; enemigo personal de Jesucristo,
copiará al divino Maestro, rodeándose de apóstoles a la inversa.
Hablemos, pues, según San Juan, de estos doctores impíos,
a quienes daremos el nombre, con San Gregorio, de predicadores del Anticristo.
II
San Juan, en el capítulo 13 de su Apocalipsis, describe
una visión completamente semejante a la de Daniel. Ve surgir del mar un
monstruo único, que reúne en sí mismo por una horrible síntesis todas las
características de las cuatro bestias contempladas por el profeta. Este
monstruo se asemeja al leopardo; tiene patas de oso y cabeza de león; y tiene
siete cabezas y diez cuernos.
Representa el imperio del Anticristo, formado por todas
las corrupciones de la humanidad. Representa también al Anticristo mismo, que
es el nudo de todo este conglomerado violento de miembros incoherentes y
dispares. Creeríamos ver al impostor, con el cortejo de cristianos apóstatas,
de musulmanes fanatizados, de judíos iluminados, que lo seguirá por todas
partes.
Ahora bien, mientras San Juan consideraba esta Bestia,
vio que una de sus cabezas estaba como herida de muerte; y que luego su herida
mortal fue curada. Y toda la tierra se maravilló ante la Bestia.
Los intérpretes ven aquí uno de los falsos prodigios del
Anticristo; uno de sus principales lugartenientes, o tal vez él mismo, parecerá
gravemente herido; ya se lo creerá muerto, cuando de repente, por un artificio
diabólico, se levantará lleno de vida. Esta impostura será celebrada por todos
los periódicos, ese día casualmente muy crédulos; y el entusiasmo se convertirá
en delirio.
“Entonces, continúa San Juan, los hombres adoraron al
dragón, porque había dado la potestad a la Bestia, y adoraron a la Bestia,
diciendo: «¿Quién es semejante a la Bestia, y quién es capaz de pelear con
ella?».
Así el diablo será públicamente adorado, y también el
Anticristo; y no será un doble culto, pues el primero será adorado en el
segundo. San Juan nos hace asistir luego a la persecución contra la Iglesia.
“Y le fue dada boca que hablase grandes cosas y
blasfemias, y le fue dada potestad de actuar durante cuarenta y dos meses”.
Es el mismo vaticinio que Daniel, y designa el tiempo de
la persecución cuando llegue a su paroxismo. Cuarenta y dos meses son justo
tres años y medio.
“Y abrió su boca para lanzar blasfemias contra Dios, para
blasfemar de su nombre y de su tabernáculo, de los que tienen su morada en el
cielo. Y le fue dado hacer la guerra contra los santos, y vencerlos; y le fue
dada potestad sobre toda tribu, y pueblo, y lengua, y nación. Y la adorarán
todos los que habitan sobre la tierra, cuyo nombre no está escrito en el libro
de la vida del Cordero, que ha sido degollado desde la creación del mundo.
Quien tenga oído, oiga. Quien lleva al cautiverio, al
cautiverio irá; quien a espada matare, a espada también se le matará
irremisiblemente. Aquí esta la paciencia y la fe de los santos” (Apoc. 13
3-11).
Así describe el apóstol amado la terrible persecución. A
todas las amenazas se les añadirán todas las seducciones; de ello resultará un
fanatismo delirante que echará al mundo entero a los pies de la Bestia. Pero
todos los asaltos del infierno fracasarán ante “la paciencia y la fe de los
santos”.
III
San Juan nos pinta a continuación el gran agente de
seducción que doblegará los espíritus de los hombres al culto de la Bestia.
“Y vi, prosigue, otra Bestia que subía de la tierra; y
tenía dos cuernos semejantes a los del Cordero, y hablaba como dragón. Y la
potestad de la primera Bestia la ejecuta toda en su presencia. Y hace que la
tierra y los que habitan en ella adoren a la Bestia primera, cuya herida de
muerte había sido curada. Y hace grandes prodigios, de modo que aun fuego hace
bajar del cielo a la tierra a vista de los hombres. Y seduce a los que habitan
sobre la tierra a causa de los prodigios que le ha sido dado obrar en presencia
de la Bestia, diciendo a los que habitan sobre la tierra que hicieran una
imagen de la Bestia que lleva la herida de la espada y revivió. Y le fue dado
dar espíritu a la imagen de la Bestia, de suerte que aun hablase la imagen de
la Bestia, y que hiciese que cuantos no adorasen la imagen de la Bestia fueran
muertos. Y hace que a todos, los pequeños y los grandes, los ricos y los
pobres, los libres y los siervos, se les ponga una marca sobre su mano derecha
o sobre su frente, y que nadie pueda comprar o vender, sino quien lleve la
marca, que es el nombre de la Bestia o el número de su nombre. Aquí está la
sabiduría. Quien tenga inteligencia, calcule el número de la Bestia, pues es
número humano. Y su número es 666” (Apoc. 13 11-18).
Esta es la segunda parte de la profecía de San Juan. San
Gregorio interpreta este misterioso pasaje en el sentido de que, como hemos
dicho, el Anticristo tendrá su colegio de predicadores y de apóstoles a la
inversa. Y estos doctores de mentira serán algo así como nuestros sabios
modernos, pero aumentados con poderes de magos o de espiritistas.
Tendrán la apariencia del Cordero. Simularán las máximas
evangélicas de paz, de concordia, de libertad, de fraternidad humana; pero bajo
estas apariencias propagarán el ateísmo más desvergonzado.
Tendrán la apariencia del Cordero. Se presentarán como
agentes de persuasión, respetuosos hacia todas las conciencias; pero luego
harán morir en los tormentos a quienes se nieguen a escucharlos.
“Sus auditores, dice con energía San Gregorio, serán
todos los réprobos; su táctica, sigue diciendo, consistirá en proclamar que el
género humano, durante las edades de fe, estaba sumergido en las tinieblas; y
saludarán el advenimiento del Anticristo como la aparición del día y el
despertar del mundo” (Moralia in Job, lib. XXXIII).
Estos predicadores serán apoyados por falsos prodigios.
Instruidos por el diablo y su satélite de secretos naturales todavía
desconocidos, los misioneros del Anticristo espantarán y seducirán a las
muchedumbres por toda clase de sortilegios; harán descender fuego del cielo, y
hablar las imágenes del Anticristo que habrán levantado.
Pero eso no es todo. Obligarán a todos los hombres, bajo
pena de muerte, a adorar estas imágenes parlantes. Los obligarán a llevar, en
la mano derecha o en la frente, el número del monstruo. Y todo el que no tenga
este número, no podrá ni comprar ni vender.
Aquí se muestra el espantoso refinamiento de la
persecución suprema. El que no lleve la marca del monstruo se encontrará, por
este solo hecho, fuera de la ley, fuera de la sociedad, merecedor de muerte.
Pero ¿acaso no vemos desde ahora cómo se esboza un
intento de esta tiranía?
¿Qué son todos esos maestros de la enseñanza sin Dios,
sino los precursores del Anticristo? La Revolución quiere tener su cuerpo
docente, encargado oficialmente de descristianizar la juventud, y de imprimir
en la frente de todos, pequeños y grandes, pobres y ricos, la marca del
Dios-Estado. La enseñanza obligatoria y laica no tiene otro fin.
Ya se preparan leyes para prohibir la entrada en las
carreras públicas a todo el que no haya recibido la firma de las escuelas del
Estado. El día en que pasen estas leyes abominables, se habrá puesto fin a la
libertad humana. Entraremos entonces en una tiranía sombría, sofocante,
infernal. El Anticristo podrá venir.
Como la conciencia pública, queremos esperarlo, es aún
demasiado cristiana para soportar semejante tortura, se buscan todos los medios
posibles para adormecerla.
Por otra parte, que los creyentes se consuelen. Todos estos
extremos servirán, en los planes de Dios, para hacer brillar la paciencia y la
fe de los santos. Es lo que veremos en el capítulo siguiente.
VI. LA IGLESIA DURANTE LA TORMENTA
I
San Gregorio Magno, en sus luminosos comentarios sobre
Job, abre las más profundas perspectivas sobre toda la historia de la Iglesia.
Es que él mismo estaba visiblemente animado de este espíritu profético
derramado en todas las Escrituras.
Contempla a la Iglesia, al fin de los tiempos, bajo la
figura de Job humillado y sufriente, expuesto a las insinuaciones pérfidas de
su mujer y a las críticas amargas de sus amigos; él, delante de quien en otros
tiempos se levantaban los ancianos, y los príncipes guardaban silencio.
La Iglesia, dice muchas veces el gran Papa, hacia el
término de su peregrinación, será privada de todo poder temporal; incluso se
tratará de quitarle todo punto de apoyo sobre la tierra.
Pero va más lejos, y declara que será despojada del brillo
mismo que proviene de los dones sobrenaturales.
“Se retirará, dice, el poder de los milagros, será
quitada la gracia de las curaciones, desaparecerá la profecía, disminuirá el
don de una larga abstinencia, se callarán las enseñanzas de la doctrina, cesarán
los prodigios milagrosos. Eso no quiere decir que no habrá nada de todo eso;
pero todas estas señales ya no brillarán abiertamente y de mil maneras, como en
las primeras edades. Será incluso la ocasión propicia para realizar un
maravilloso discernimiento. En ese estado humillado de la Iglesia crecerá la
recompensa de los buenos, que se aferrarán a ella únicamente con miras a los
bienes celestiales; por lo que a los malvados se refiere, no viendo en ella
ningún atractivo temporal, no tendrán ya nada que disimular, y se mostrarán tal
como son” (Moralia in Job, lib. XXXV).
¡Qué palabra terrible: se callarán las enseñanzas de la
doctrina! San Gregorio proclama en otras partes que la Iglesia prefiere morir a
callarse. Por lo tanto, ella hablará: pero su enseñanza será obstaculizada, su
voz será ahogada; ella hablará: pero muchos de los que deberían gritar sobre
los techos no se atreverán a hacerlo por temor a los hombres.
Y eso será la ocasión de un discernimiento temible.
San Gregorio vuelve frecuentemente sobre esta verdad, de
que hay en la Iglesia tres categorías de personas: los hipócritas o falsos
cristianos, los débiles y los fuertes. Ahora bien, en esos momentos de
angustia, los hipócritas se quitarán la máscara, y manifestarán abiertamente su
apostasía secreta; los débiles, desgraciadamente, perecerán en gran número, y
el corazón de la Iglesia sangrará de ello; finalmente, muchos de los mismos
fuertes, demasiado confiados en su fuerza, caerán como las estrellas del cielo.
A pesar de todas estas tristezas punzantes, la Iglesia no
perderá ni la valentía ni la confianza. Será sostenida por la promesa del
Salvador, consignada en las Escrituras, de que esos días serán abreviados a
causa de los elegidos. Sabiendo que los elegidos serán salvados a pesar de
todo, se entregará, en lo más recio de la tormenta, a la salvación de las almas
con una energía infatigable.
II
En efecto, a pesar del espantoso escándalo de esos
tiempos de perdición, no hay que pensar que los pequeños y los débiles se
perderán necesariamente. El camino de salvación seguirá estando abierto, y la
salvación será posible para todos. La Iglesia tendrá medios de preservación
proporcionados a la magnitud del peligro. Y sólo perecerán aquellos de entre
los pequeños que, por haber abandonado las alas de su madre, serán presa del
ave rapaz.
¿Cuáles serán esos medios de preservación? Las Escrituras
no nos dan ninguna indicación sobre este punto; mas nosotros podemos formular
sin temeridad algunas conjeturas.
La Iglesia se acordará del aviso dado por Nuestro Señor
para los tiempos de la toma y destrucción de Jerusalén, y aplicable, según el
parecer de los intérpretes, a la última persecución.
“Cuando viereis, pues, la abominación de la desolación,
anunciada por el profeta Daniel, estar en el lugar santo (¡el que lee,
entienda!), entonces los que estén en la Judea huyan a los montes… Rogad que
vuestra fuga no sea en invierno ni en sábado, porque habrá entonces tribulación
grande, cual no la hubo desde el comienzo del mundo hasta ahora, ni la habrá. Y
si no se acortaran aquellos días, no se salvaría hombre viviente; mas en
atención a los elegidos serán acortados aquellos días” (Mt. 24 15, 20-22).
En conformidad con estas instrucciones del Salvador, la
Iglesia salvará a los pequeños de su rebaño por medio de la fuga; Ella les
preparará refugios inaccesibles, donde los colmillos de la Bestia no los
alcanzarán.
Uno puede preguntarse cómo habrá entonces refugios
inaccesibles, cuando la tierra se encontrará repleta y surcada de vías de
comunicación. Hay que contestar que Dios proveerá por sí mismo a la seguridad
de los fugitivos. San Juan nos hace entrever la acción de la Providencia.
En el capítulo 12 del Apocalipsis, nos presenta a una
Mujer revestida del sol y coronada de estrellas; es la Iglesia. Esta Mujer
sufre los dolores del parto; porque la Iglesia da a luz a Dios en las almas, en
medio de grandes sufrimientos. Ante ella se aposta un gran dragón rojo, imagen
del diablo y de sus continuas emboscadas. Pero la Mujer huye al desierto, “a un
lugar preparado por Dios mismo, para que allí la sustenten durante mil
doscientos sesenta días” (Apoc. 12 6). Estos 1260 días, que son tres años y
medio, indican el tiempo de la persecución del Anticristo, como queda manifiesto
por los demás pasajes del Apocalipsis. Por lo tanto, durante este tiempo la
Iglesia, en la persona de los débiles, huirá al desierto, a la soledad; y Dios
mismo se cuidará en mantenerla escondida y alimentarla.
El fin del mismo capítulo contiene detalles sobre esta
huida. Se le dieron a la Mujer dos grandes alas de águila, para transportarla
al desierto. El dragón trata de perseguirla, y su boca vomita en pos de ella
agua como río; pero la tierra socorre a la Mujer, y absorbe el río. Estas
palabras enigmáticas designan alguna gran maravilla que Dios realizará en favor
de su Iglesia; la rabia del dragón vendrá a morir a sus pies.
Sin embargo, mientras los débiles orarán con seguridad en
una soledad misteriosa, los fuertes y los valientes entablarán una lucha
formidable, en presencia del mundo entero, con el dragón desencadenado.
III
En efecto, está fuera de toda duda que habrá, en los
últimos tiempos, santos de una virtud heroica. Al comienzo, Dios dio a su
Iglesia los Apóstoles, que abatieron el imperio idólatra, y la fundaron y
cimentaron en su propia sangre. Al final le dará también hijos y defensores,
probablemente ni menos santos ni menores.
San Agustín exclama, al pensar en ellos: “En comparación
con los santos y fieles que habrá entonces, ¿qué somos nosotros? Pues, para
ponerlos a prueba el diablo, a quien nosotros debemos combatir al precio de mil
peligros, estará desencadenado, cuando ahora está atado. Y sin embargo, añade,
es de creer que ya en el día de hoy Cristo tiene soldados lo bastante prudentes
y fuertes, para poder despistar con sabiduría, si es preciso, todas sus
emboscadas, y soportar con paciencia los asaltos de su enemigo, incluso cuando
está desencadenado” (De Civitate Dei, lib. XX, 8).
San Agustín se pregunta luego: ¿Habrá aún conversiones,
en esos tiempos de perdición? ¿Se bautizará aún a los niños, a pesar de las
prohibiciones del monstruo? ¿Los santos tendrán entonces el poder de arrancar
almas de las fauces del dragón furioso? El gran Doctor contesta afirmativamente
a todas estas preguntas. Sin lugar a dudas, las conversiones serán más raras,
pero por eso mismo resultarán más sorprendentes. Sin lugar a dudas, y por regla
general, es preciso que Satán esté atado para que se lo pueda despojar (Mt. 11
29); pero, en esos días, Dios se complacerá en mostrar que su gracia es más
fuerte que el fuerte mismo, en su desencadenamiento más furioso.
Cada cual puede observar cuán consoladoras son estas
verdades.
Mas ¿quiénes serán los santos de los últimos tiempos? Nos
gusta pensar que entre ellos habrá soldados. El Anticristo será un
conquistador, y mandará a ejércitos; pero encontrará ante él Legiones Tebanas,
héroes de esta raza gloriosa e indomable que tiene a los Macabeos por
antecesores, y que cuenta entre sus líneas a los Cruzados, los campesinos de la
Vandea y del Tirol, y finalmente los Zuavos pontificios. A esos soldados los
podrá aplastar bajo el peso de sus huestes numerosísimas, pero no los hará
huir.
Pero el Anticristo será sobre todo un impostor; por
consiguiente, encontrará como principales adversarios a los apóstoles armados
del crucifijo. Como la última persecución revestirá el aspecto de una
seducción, éstos unirán a la paciencia de los mártires la ciencia de los
doctores. Nuestro Señor se los hizo ver un día a Santa Teresa, con espadas
luminosas en las manos.
A la cabeza de estas falanges intrépidas, aparecerán dos
enviados extraordinarios de Dios, dos gigantes en santidad, dos sobrevivientes
de las edades antiguas: acabamos de nombrar a Henoc y Elías, de los que
hablaremos en el artículo siguiente.
VII. HENOC Y ELÍAS
Los hechos maravillosos que vamos a referir no son
suposiciones aventuradas; son verdades sacadas de la Escritura Sagrada, y que
sería por lo menos temerario negar.
Antes del fin de los tiempos, y durante la persecución
del Anticristo, se verá reaparecer en medio de los hombres a dos personajes
extraordinarios, llamados Henoc y Elías.
¿Quiénes son estos personajes? ¿En qué condiciones se
realizará su aparición providencial en la escena del mundo? Es lo que vamos a
examinar, a la luz de las Escrituras y de la Tradición.
I
Henoc es uno de los descendientes de Set, hijo de Adán, y
tronco de la raza de los hijos de Dios. Es la cabeza de la sexta generación a
partir del padre del género humano. El Génesis nos enseña sobre él lo que sigue
:
“Jared llevaba de vida ciento sesenta y dos años cuando
engendró a Henoc… Henoc llevaba de vida sesenta y cinco años cuando engendró a
Matusalén; y caminó Henoc en compañía de Dios, después de haber engendrado a
Matusalén, trescientos años, y engendró hijos e hijas. Resultaron, pues, todos
los días de Henoc trescientos sesenta y cinco años. Ahora bien, Henoc caminó en
compañía de Dios, y desapareció, porque Dios le tomó consigo” (Gen. 5 18-25).
Dios arrebató a la edad de 365 años, es decir, dada la
extrema longevidad de esa época, en la madurez de su edad. No murió, sino que
desapareció. Fue transportado, vivo, a un lugar conocido sólo por Dios. Esto es
lo que sabemos de Henoc, patriarca de la raza de Set, bisabuelo de Noé,
antecesor del Salvador.
Por lo que se refiere a Elías, su historia es mejor
conocida. Henoc, anterior al Diluvio, nació varios miles de años antes de
Jesucristo. Elías apareció en el reino de Israel menos de mil años antes del
Salvador; es el gran profeta de la nación judía.
Su vida es de lo más dramática (III y IV Reyes). Se
podría decir que es una profecía en acción del estado de la Iglesia en tiempos
de la persecución del Anticristo. Siempre anda errante, siempre se ve amenazado
de muerte, siempre es protegido por la mano de Dios.
Unas veces Dios lo oculta en el desierto, donde lo
alimentan unos cuervos; otras veces lo presenta al orgulloso Acab, que tiembla
ante él. Dios le entrega las llaves del cielo, para enviar la lluvia o el rayo;
lo favorece en el monte Horeb con una visión llena de misterios.
En resumen, lo engrandece hasta darle la talla de Moisés
taumaturgo, de manera que juntamente con Moisés escolta a Nuestro Señor en el
Tabor.
La desaparición de Elías responde a una vida tan
sublimemente extraña. Se lo ve caminar con su discípulo Eliseo; se abre un paso
a través del Jordán, golpeando las aguas con su manto. Anuncia que va a ser
arrebatado al cielo. De repente, “mientras ellos iban hablando, un carro de
fuego y unos caballos de fuego los separaron a entrambos, y subió Elías en un
torbellino al cielo. Eliseo lo veía y gritaba : «¡Padre mío, padre mío, carro
de Israel y su auriga!» Y no le vio más” (IV Rey. 2 11-12).
De este modo Elías, el amigo de Dios, el celador de su
gloria, fue también arrebatado y transportado a una región misteriosa, en la
que se encontró con su antecesor, el gran Henoc.
¿Cuál es esta región? Henoc y Elías están vivos, eso es
seguro. ¿Dónde los ha escondido Dios? ¿En alguna región inaccesible de esta
pobre tierra? ¿En algún lugar del firmamento? Nadie lo sabe.
Se puede afirmar solamente que, por el momento, se
encuentran fuera de las condiciones humanas; los siglos pasan debajo de sus
pies, sin afectarlos; permanecen en la madurez de su edad, seguramente tal como
eran cuando Dios los arrebató de en medio de los hombres.
II
Su reaparición en la escena del mundo no es menos segura
que su desaparición.
En efecto, el autor del Eclesiástico, expresando toda la tradición
judía, habla de estos dos grandes personajes en los siguientes términos:
“Henoc agradó a Dios, y fue transportado al paraíso, para
predicar la penitencia a las naciones” (Ecles. 44 16).
“¿Quién puede gloriarse de ser tu igual, oh Elías?… Tú,
que fuiste arrebatado en un torbellino a lo alto, y por un carro con caballos
de fuego; tú, de quien está escrito que fuiste preparado para un tiempo dado,
para apaciguar la cólera de Dios, para convertir el corazón de los padres hacia
los hijos, y restablecer las tribus de Israel” (Ecles. 48 1-11).
Estas palabras de un libro canónico nos revelan
claramente que Henoc y Elías tienen que realizar una misión ulterior. Henoc
debe predicar la penitencia a las naciones, o si se prefiere esta traducción,
conducir las naciones a la penitencia. Elías debe restablecer un día las tribus
de Israel, es decir, devolverles su rango de honor al que tienen derecho en la
Iglesia de Dios.
La unanimidad de los doctores ha comprendido que esta
doble misión se realizará simultáneamente al fin del mundo. Elías en particular
es considerado como el precursor de Jesucristo cuando venga del cielo como
Juez; este pensamiento se deduce manifiestamente de los Evangelios (Mt. 17; Mc.
9).
Por lo tanto, los hombres verán un día, y no sin terror,
cómo Henoc y Elías vuelven a descender en medio de ellos, y les predican la
penitencia con un brillo extraordinario. San Juan los llama los dos testigos de
Dios, y los pinta como sigue en su Apocalipsis (11 3-7) :
“Daré orden a mis dos testigos, y profetizarán vestidos
de saco mil doscientos sesenta días.
Estos son los dos olivos y los dos candelabros que están
en la presencia del Señor de la tierra. Y si alguno les quiere hacer mal,
saldrá fuego de su boca y devorará a sus enemigos. Y si alguno pone su mano
sobre ellos, perecerá sin remedio del mismo modo.
Estos tienen la potestad de cerrar el cielo para que no
llueva durante los días de su profecía, y tienen potestad sobre las aguas para
convertirlas en sangre, y para herir la tierra con todo linaje de plagas,
siempre y cuando quisieren”.
¿Quién no reconoce en este retrato al Elías del Antiguo
Testamento, que cerró el cielo durante tres años y medio, e hizo caer fuego del
cielo sobre los soldados que venían a capturarlo?
Los mil doscientos sesenta días señalan el tiempo de la
persecución final, como ya lo hemos hecho observar. La aparición de los
testigos de Dios coincidirá, pues, con la persecución del Anticristo.
Hay que reconocer que el socorro dado a la Iglesia será
proporcionado a la magnitud del peligro.
Los dos testigos de Dios, revestidos de las insignias de
la penitencia más austera, irán por todas partes, y en todas partes serán
invulnerables; una nube, por decirlo así, los cubrirá, y fulminará a
quienquiera ose tocarlos. Tendrán en sus manos todas las plagas, para herir con
ellas a la tierra según su arbitrio. Predicarán con una libertad suma, en la
misma presencia del Anticristo.
Este se estremecerá de rabia; y habrá un duelo formidable
entre el monstruo y los dos misioneros de Dios.
VIII. LA CRISIS FINAL
I
Detengamos un instante nuestras miradas en los intrépidos
misioneros de Dios, y observemos la divina oportunidad de su aparición.
Según San Pedro, “vendrán en los últimos días burladores
con burlerías, dados a vivir conforme a sus propias concupiscencias, y
diciendo: «¿Dónde está la promesa y el advenimiento [de Jesucristo]? Porque
desde que los padres murieron, todo continúa de la misma manera, lo mismo que
desde el principio de la creación»” (II Pedr. 3 3-4).
Esos seductores, esos engañadores, los vemos con nuestros
propios ojos, los escuchamos con nuestras propias orejas. Se llaman
racionalistas, materialistas, positivistas; niegan a priori toda causa
superior, todo hecho sobrenatural; no quieren preocuparse de saber de dónde
vienen, ni adónde van; semejantes a los insensatos del libro de la Sabiduría,
miran la vida como una de esas nubes matinales que no deja ninguna huella de su
paso cuando se levanta el sol. Llaman a lo que se encuentra más allá de la
tumba, la gran incógnita, y se niegan por completo a esclarecerla. Como
consecuencia de eso, el todo del hombre consiste, a sus ojos, en gozar lo más
que se pueda del momento presente, porque todo lo demás es incierto.
Estos falsos sabios relegan las narraciones de Moisés
entre las cosmogonías fabulosas. Se niegan a reconocer a los Libros Santos
ningún valor histórico. Según sus opiniones, todos estos documentos, en
contradicción con la ciencia, serían la obra de un judío exaltado, Esdras, que
quiso con ellos realzar a su nación.
Por lo que se refiere a la venida de Jesucristo, a la
resurrección general, al juicio final, a las recompensas y a las penas eternas,
lo consideran todo como sueños absurdos. Aseguran que la humanidad, en vías de
progreso indefinido, encontrará un día su paraíso en la tierra.
Ahora bien, para confundir a estos impostores, Dios
suscitará a Henoc, representante del período antediluviano; a Henoc, casi
contemporáneo de los orígenes del mundo. Suscitará a Elías, representante del
judaísmo mosaico; a Elías, que por un extremo confina con Salomón y David, y
por otro con Isaías y Daniel.
Estos grandes hombres, con una autoridad indiscutible,
establecerán la autenticidad de la Biblia, y mostrarán cómo el cristianismo se
vincula a la era de los profetas hasta Moisés, y a la de los patriarcas hasta
Adán. En ellos, todos los siglos se levantarán para dar testimonio a la verdad
de la revelación. Jamás la divinidad del Cordero, que ha sido inmolado desde la
creación del mundo (Apoc. 13 8), habrá resplandecido de manera tan fulgurante.
Al mismo tiempo anunciarán con energía la proximidad del
Juicio. Retomando las palabras de San Juan, clamarán por todos los rincones del
mundo : “Haced frutos dignos de penitencia… Ya el hacha está puesta a la raíz
de los árboles… El que viene tras de mí… tiene su bieldo en su mano, y limpiará
su era, y allegará su trigo en su granero; mas la paja la quemará con fuego
inextinguible” (Mt. 3 8-12).
Según la predicción del Eclesiástico, Henoc predicará la
penitencia a las naciones, por las que se entiende a todos los pueblos fuera
del judaísmo; les hablará con la majestad de un antepasado, les hará conocer y
reconocer a Jesucristo, el Deseado de las naciones.
Elías se dirigirá especialmente a los judíos, que esperan
su venida; se dará a conocer a ellos por señales evidentísimas; hará brillar
ante sus ojos a Jesús, que es hueso de sus huesos y carne de su carne.
Queda fuera de duda que estas predicaciones, a pesar de
las amenazas y de los tormentos, serán seguidas de conversiones abundantes y
sorprendentes, particularmente por parte de los judíos; esto ha sido anunciado
formalmente.
Los dos testigos de Dios predicarán unas veces juntos,
otras veces por separado; y, durante sus tres años y medio, es muy verosímil
que recorran toda la tierra. Por más que los periódicos hagan alrededor de
ellos la conspiración del silencio (como se ha hecho alrededor de los milagros
de Lourdes), se impondrán a la atención del mundo. El Anticristo intentará
capturarlos en vano; porque el fuego devorará a quienes se atrevan a tocarlos.
Con la espada de la justicia de Dios pasarán entre los
hombres de placer y de libertinaje, y los herirán con plagas repulsivas.
Sin embargo, a semejanza de Nuestro Señor, su misión sólo
durará un tiempo. En un momento dado perderán la asistencia sobrenatural que
los protegía hasta entonces. Pero escuchemos a San Juan.
II
“Una vez que hubieren terminado su testimonio, la Bestia
que sube del abismo hará guerra contra ellos, y los vencerá y los matará. Y su
cadáver quedará en la plaza de la gran ciudad, llamada espiritualmente Sodoma y
Egipto, donde también el Señor de ellos fue crucificado. Y muchos de los
pueblos, y tribus, y lenguas, y naciones verán su cadáver durante tres días y
medio, y no dejarán que sus cadáveres sean puestos en sepulcro. Y los que
habitan sobre la tierra se gozarán sobre ellos y andarán alegres y se enviarán
presentes unos a otros, puesto que estos dos profetas habían atormentado a los
que habitan sobre la tierra. Y al cabo de los tres días y medio, un espíritu de
vida enviado por Dios entró en ellos, y se levantaron sobre sus pies, y cayó
gran temor sobre los que los estaban mirando. Y oí una gran voz venida del
cielo, que les decía : «Subid acá». Y subieron al cielo en la nube, y sus
enemigos los contemplaron. Y en aquella hora sobrevino un gran terremoto, y la
décima parte de la ciudad se cayó, y perecieron en el terremoto siete mil
hombres, y los restantes quedaron despavoridos y dieron gloria al Dios del
cielo” (Apoc. 11 7-13).
¡Qué conclusión de un drama inaudito! ¡Qué afirmación de
lo sobrenatural! Los dos profetas se darán cita en Jerusalén, donde su Señor
fue crucificado. Allí compartirán las divinas flaquezas de Jesús; como El serán
capturados, como El serán juzgados, como El serán atormentados, como El serán
muertos, tal vez en la cruz.
Se creerá que todo acabó. El Anticristo parecerá triunfar
completamente. Se ridiculizará a los dos profetas; se reirá y se bailará
alrededor de sus cadáveres; se los dejará sin sepultura, para que a esta vista
los ojos puedan saciarse mejor a su gusto.
Pero repentinamente resucitarán; una gran voz resonará
desde lo alto del cielo, y subirán allá a la vista de un gentío numerosísimo,
herido de un subitáneo terror. Habrá entonces un gran terremoto en la ciudad
deicida; siete mil hombres perderán la vida, y los demás se golpearán el pecho
y darán gloria a Dios.
Lo repetimos : ¡qué drama, que desenlace!
¿Qué hará el Anticristo frente a estos prodigios? Estará
que muerde; sentirá que todo se le escapa, que se acerca la hora de la
justicia. Se podría creer que en ese mismo instante lo sorprenderá el castigo
descrito por San Pablo, a saber, “que Jesucristo lo destruirá con el soplo de
su boca y lo aniquilará con el esplendor de su advenimiento” (II Tes. 2 8).
Sin embargo, según el cómputo de Daniel, parece que el
castigo del monstruo será retrasado treinta días a partir de la asunción
triunfal de Henoc y Elías. Daniel dice, en efecto, que desde el momento en que
sea quitado el sacrificio perpetuo y aparezca la abominación de la desolación,
pasarán mil doscientos noventa días (Dan. 12 11), esto es, treinta días más del
tiempo de la predicación de Henoc y Elías.
Durante este intervalo, el Anticristo intentará por todos
los medios recuperar su influencia perdida. No queremos admitir ninguna visión
en el marco de este comentario; pero hacemos una excepción con la que tuvo
Santa Hildegarda sobre el fin del enemigo de Dios, porque no es más que un
comentario de la palabra de San Pablo: Jesús lo destruirá con el soplo de su
boca.
La Santa vio en espíritu al monstruo, rodeado de sus
oficiales y de un gentío inmenso, subiendo una montaña. Cuando llegó a su
cumbre, anunció que se elevaría en los aires. En efecto, fue elevado como Simón
el Mago, por el poder del demonio; pero en ese momento sonó un espantoso
trueno, y el Anticristo cayó fulminado. Su cuerpo, que se descompuso al punto,
difundió un hedor intolerable, y cada cual huyó espantado.
Así, o de modo parecido, acabará el enemigo de Dios.
Y su inmenso imperio se desvanecerá como el humo. El
mundo se sentirá aliviado de un peso aplastante. Y habrá una conversión general
que, según el decir de San Pablo, parecerá una resurrección. De ello hablaremos
en el artículo siguiente.
IX. LA CONVERSIÓN DE LOS JUDÍOS
La Sagrada Escritura nos señala un gran acontecimiento,
que nos muestra como entrelazado en la guerra que el Anticristo desencadenará
contra la Iglesia: es la conversión de los Judíos. Hemos diferido de hablar de
ella hasta ahora, para tratar este tema con más detalle. Además de que, en el punto
en que vamos, se encuentra perfectamente en su lugar. Porque la conversión del
pueblo judío nos es presentada como fruto de la predicación de Elías.
I
El pueblo judío es el punto alrededor del cual se
desarrolla la historia de la humanidad. Fue acariciado por Dios, en la persona
de Abraham, de quien sale; es, antes de Nuestro Señor, el pueblo sacerdotal por
excelencia, cuyo estado, según la sentencia de San Agustín, es totalmente
profético; ha dado nacimiento a la Santísima Virgen y al Salvador del mundo; ha
formado el núcleo de la Iglesia naciente. Todos estos privilegios hacen de la
raza judía una raza excepcional, cuyos destinos son extremadamente misteriosos.
Por una inversión extraña y lamentable, desde el momento
en que produce al Salvador del mundo, la raza elegida, la raza bendita entre
todas, merece ser reprobada. Ella se niega a reconocer, en su humildad, a Aquél
cuyas invisibles grandezas no sabe adorar. Parece que Dios haya querido mostrar
por ahí que la vocación al cristianismo no le debe nada ni a la carne ni a la
sangre, puesto que los mismos de quienes Cristo venía según la carne (Rom. 9 5)
fueron rechazados de ella por su orgullo tenaz y carnal.
Su reprobación, sin embargo, ¿es definitiva? ¿Seguirán
siendo siempre la presa de Satán, y estando excluidos del resto del mundo por
la cruz del Salvador? ¡Dios no lo quiera! Dios reserva misericordias supremas
al pueblo que fue el suyo. A este pueblo, al que fue dicho :
“Vosotros no sois mi pueblo”, se le dirá un día :
“Vosotros sois los hijos del Dios vivo” (Os. 1 10). Después de haber quedado
durante largo tiempo sin rey, sin príncipe, sin sacrificio, sin altar, los
hijos de Israel buscarán al Señor su Dios; y eso se hará sobre el fin de los
tiempos (Os. 3 4-5).
Elías será el instrumento de esta maravillosa vuelta. “He
aquí que Yo os enviaré, dice el Señor por Malaquías, al profeta Elías, antes de
que llegue el día grande y terrible de Dios, para que vuelva el corazón de los
padres a los hijos, y el corazón de los hijos a sus padres” (Mal. 4 5-6). Es
decir, restablecerá la armonía de los mismos amores, de las mismas adoraciones
entre los santos antepasados del pueblo judío y sus últimos descendientes.
San Pablo afirma a su vez este acontecimiento tan
consolador. El ve en la reprobación de los Judíos la causa ocasional de la
vocación de los Gentiles. Luego añade : “No quiero que ignoréis, hermanos, este
misterio: que el encallecimiento ha sobrevenido parcialmente a Israel, hasta
que la totalidad de las naciones haya entrado; y entonces todo Israel será
salvo” (Rom. 11 25).
Tal es, pues, el designio de Dios. Es necesario que toda
la gentilidad entre en la Iglesia; y cuando haya concluido el desfile de las
naciones, Israel entrará a su vez. Será el gran jubileo del mundo; la gracia se
derramará por torrentes. Si se toman al pie de la letra las profecías, todos
los Judíos que entonces vivan, hasta el último de ellos, aunque fuesen
numerosos como las arenas del mar, se salvarán (Rom. 11 27).
Para comprender los estremecimientos profundos que este
gran acontecimiento producirá en el mundo, hay que recurrir a las figuras
proféticas, por las que Dios se complació a anunciarlo de mil maneras.
El pueblo judío, entrando en la Iglesia, es Esaú
reconciliándose con Jacob. ¡Y con qué ternura! “Corriendo al encuentro de su
hermano, Esaú lo abrazó, se echó sobre su cuello y lo besó, rompiendo ambos a
llorar” (Gen. 33 4).
Pero el verdadero símbolo de Jesús reconocido por sus
hermanos Judíos, es sobre todo José reconocido por sus hermanos. En otro tiempo
lo vendieron y lo crucificaron; mas una imperiosa necesidad de verdad y de amor
los lleva a sus pies al fin de los tiempos.
¡Qué encuentro! ¡Qué espectáculo! ¡Jesús, en todo el
brillo de su poder, desvelando a los Judíos los tesoros de su Corazón, y
diciéndoles : Yo soy José, yo soy ese Jesús a quien vosotros vendisteis! (Gen.
45 3).
Abrid por fin el Evangelio, en la página del hijo pródigo
(Lc. 25). Este pródigo, que viene de tan lejos, son los pobres Gentiles que
entran en la Iglesia. Los Judíos son representados por el hijo mayor, celoso y
egoísta, que se obstina en permanecer afuera porque su hermano ha sido recibido
en la casa. El padre sale y le hace invitaciones apremiantes, cœpit illum
rogare. Este desnaturalizado se niega a escuchar a su padre; pero al fin lo
escuchará, entrará, y habrá en la casa paterna doble regocijo.
¡No!, no podemos imaginarnos las alegrías de la Iglesia,
cuando por fin abra su seno de madre a los hijos de Jacob. No podemos
imaginarnos las lágrimas, los arrebatos de amor de éstos, cuando, después de
desaparecer por fin el velo de sus ojos, reconozcan a su Jesús. ¿En qué momento
preciso sucederá este gran acontecimiento? Ahí está el nudo de la dificultad.
Sin pretender resolverla, esperamos esclarecerla un poco.
II
Parece seguro, según la tradición, que el Anticristo será
de nacionalidad judía. Aparecerá como el producto de esta fermentación de odio
que, desde hace siglos, agría el corazón de los Judíos contra Jesús, su tierno
hermano, su incomparable amigo.
Parece igualmente seguro que los Judíos en su mayor parte
acogerán a este falso mesías, haciéndole cortejo, y le someterán el mundo por
la mala prensa y la alta finanza.
Pero, ya desde el tiempo que precederá a la venida del
hijo del pecado, se formará, entre los Judíos, una corriente de adhesión a la
Iglesia. Los grandes acontecimientos tienen siempre preludios que los anuncian.
San Gregorio declara que el furor de la persecución del
Anticristo recaerá principalmente sobre esos Judíos convertidos, cuya
constancia en soportar todos los ultrajes y todos los tormentos por el nombre
mil veces bendito de Jesús nadie igualará.
Este pasaje de San Gregorio es demasiado importante para
que lo omitamos.
El gran Papa explica una de las misteriosas profecías en
acción de Ezequiel (Ez. 3). Es un drama en tres actos. 1º Dios ordena al
profeta que salga al campo; esta salida representa la difusión del Evangelio
entre los Gentiles. 2º Luego lo hace entrar de nuevo en la casa, donde es
cargado de cadenas, apresado y reducido al silencio; lo cual indica cómo el
Evangelio será predicado por los Judíos a los mismos Judíos, de los cuales unos
se convertirán, y otros agarrarán a los predicadores y los abrumarán de malos
tratos, a saber durante la persecución del Anticristo. 3º Dios aparece, abre la
boca al profeta, que habla con más fuerza que nunca; es lo que sucederá con la
venida de Elías, el cual, por sus predicaciones inflamadas e irresistibles,
convertirá a los restos de su nación (In Ezech. lib. I, hom. XIII).
No podríamos admirar bastante aquí la lucidez profética
de San Gregorio. Distingue de antemano las fases del gran acontecimiento que
nos ocupa: escisión del pueblo judío en dos partes, opresión de los convertidos
por parte de los refractarios, conversión total realizada por Elías.
El santo Papa asegura, en sus comentarios sobre Job, que
esta vuelta definitiva de los restos de Israel tendrá lugar bajo los ojos
mismos y a pesar de la rabia impotente del Anticristo (Moralia in Job, lib.
XXXV, cap. 14). Si la Iglesia goza de semejantes consuelos en el mismo ardor de
la persecución, ¡qué será a la hora del triunfo! Es lo que vamos a considerar
rápidamente.
III
Hay destrucciones necesarias, para las cuales Dios se
sirve de los malos ángeles. El Anticristo, a su modo y a pesar suyo, será la
vara de Dios.
Esta vara de hierro pulverizará los cismas, las herejías,
las falsas religiones resto del paganismo, el mahometismo y el mismo judaísmo;
triturará el mundo para conseguir una prodigiosa unidad.
Cuando este coloso de impiedad haya sido abatido por la
pequeña piedra, ésta se convertirá en una montaña inmensa y cubrirá la tierra;
el Evangelio, no encontrando ya obstáculos de ninguna clase, reinará sin
contradicción en todo el universo.
Los Judíos serán los principales obreros en este
establecimiento del reino de Dios. San Pablo se extasía ante las grandes cosas
que resultarán de su conversión. “Si la caída de los Judíos, exclama, ha sido
la riqueza del mundo, y si su mengua ha sido la riqueza de los Gentiles,
¿cuánto más lo será su plenitud [esto es, su adhesión total]?… Si su repudio ha
sido reconciliación del mundo, ¿qué será su acogida [en la Iglesia] sino un
retornar de muerte a vida?” (Rom. 11 12, 15). Temeríamos debilitar,
comentándolas, estas antítesis enérgicas. Es legítimo concluir de ello que los
Judíos convertidos pondrán al servicio de la Iglesia un ardor inexpresable de
proselitismo. Rejuvenecida por esta infusión de vida, la Iglesia saldrá de los
aprietos de la persecución como de la piedra de un sepulcro; y tomará posesión
del mundo, con la majestad de una reina y la ternura de una madre.
Estos acontecimientos, ¿serán el preludio inmediato del
juicio final, o la aurora de una nueva era? Enunciaremos las conjeturas que se
pueden formular sobre este particular.
X. EL ADVENIMIENTO DEL JUEZ SUPREMO
I
Es superfluo intentar precisar la hora en que tendrá
lugar el segundo advenimiento de Nuestro Señor. Se trata de un secreto
impenetrable para toda criatura. “Lo que toca a aquel día y hora, nadie lo
sabe, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino el Padre solo” (Mt. 24
36).
Sin embargo este momento supremo, que pondrá término a
este mundo de pecado, será precedido de señales portentosas, que fijarán la
atención no sólo de los creyentes, sino también de los mismos impíos.
Ante todo tendrá lugar, como lo hemos demostrado, la
persecución del Anticristo, la aparición de Henoc y de Elías. Cuando San Pablo
nos dice que Jesucristo destruirá al impío con el soplo de su boca, y lo
aniquilará por el esplendor de su advenimiento, parece incluso que el castigo del
Anticristo coincidirá con el advenimiento del Juez supremo. Sin embargo, no es
éste el sentimiento general de los intérpretes. Se puede explicar el texto de
San Pablo diciendo que la destrucción del impío no se consumará sino en el día
del juicio final, aunque su muerte haya ocurrido algún tiempo antes. Por otra
parte, los Evangelios insinúan con bastante claridad que habrá un cierto lapso
de tiempo, aunque bastante corto, entre el castigo del monstruo y la
consumación de todas las cosas.
En efecto, ¿qué dice Nuestro Señor? Comienza por
describir una tribulación tal, cual no la hubo jamás desde el comienzo del
mundo; es la persecución del Anticristo. Luego añade :
“Luego, después de la tribulación de aquellos días, el
sol se entenebrecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán
del cielo, y las fuerzas de los cielos se tambalearán. Entonces aparecerá la
señal del Hijo del hombre en el cielo, y se herirán entonces los pechos todas
las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del
cielo con grande poderío y majestad” (Mt. 24 29-30).
Estos son los signos que precederán inmediatamente el
advenimiento de Jesucristo como Juez. Pero ¿cómo conciliar, con todos estos
preludios formidables, el carácter repentino e imprevisto que, según otros
textos del Evangelio, revestirá este advenimiento? Un poco más lejos, en
efecto, Nuestro Señor nos representa a los hombres de los últimos días del
mundo enteramente semejantes a los contemporáneos de Noé, que el Diluvio
sorprende comiendo y bebiendo, casándose ellos y casándolas a ellas (Mt. 24
36-40). Santo Tomás responde a esta objeción diciendo que todos los trastornos
precursores del fin del mundo pueden ser considerados como haciendo cuerpo con
el juicio mismo, semejantes a esos crujidos siniestros que no se distinguen del
hundimiento que les sigue. Antes de todos estos presagios terribles, los
hombres podrán burlarse de las advertencias de la Iglesia.
Pero cuando oigan crujir la máquina del mundo,
palidecerán; y como dice San Lucas, perderán el sentido por el terror y la
ansiedad de lo que va a sobrevenir al mundo (Lc. 21 26).
El mismo Santo Tomás da una viva luz sobre los tiempos
que transcurrirán entre la muerte del Anticristo y la venida de Jesucristo,
cuando dice : “Antes de que empiecen a aparecer las señales del juicio, los
impíos se creerán en paz y en seguridad, a saber, después de la muerte del
Anticristo, porque no verán acabarse el mundo, como lo habían estimado antes”
(Suppl. q. 73, art. 1, ad 1). Ayudándonos de este pequeño texto, podemos formar
las hipótesis más plausibles sobre los últimos tiempos del mundo; y nuestros
lectores no dejarán de interesarse, aunque no las reciban sino a título de
simples conjeturas.
II
Hemos dicho, y mantenemos como incontestable, que la
muerte del Anticristo será seguida de un triunfo sin igual de la santa Iglesia
de Jesucristo. Las alegrías proféticas de Tobías que recupera la vista al mismo
tiempo que a su hijo, el gozo embriagador de los Judíos a la caída de Amán y de
sus satélites, los arrebatos de los habitantes de Betulia, liberados por Judit
del cerco de hierro que los estrechaba; la purificación del templo por los
Macabeos, vencedores del impío Antíoco; finalmente y sobre todo, la calma y el
triunfo apacible de Job restablecido por Dios en todos sus bienes, viendo
acudir a sus pies a sus amigos y a sus familiares arrepentidos, reuniéndolos a
todos en un banquete religioso: todas estas imágenes expresan de manera
insuficiente el estado de la santa Iglesia que abre su corazón y sus brazos
maternos tanto a sus enemigos como a sus hijos, tanto a los Judíos convertidos
como a los herejes reconciliados, tanto a los descendientes de Cam como a los
hijos de Sem y de Jafet; en una palabra, realizando la gran unidad comprada al
precio de la sangre de un Dios : ¡un solo rebaño y un solo Pastor!
Seguramente, e incluso en este período de triunfo, habrá
todavía impíos; pero permítasenos pensar que se esconderán, y que desaparecerán
en la inmensidad del gozo publico.
Estos hermosos días no durarán, desgraciadamente, sino el
tiempo necesario para olvidar los solemnes acontecimientos que los habrán hecho
nacer. Poco a poco se verá cómo a la tibieza sucede el fervor; y este paso
insensible se hará tanto más rápido, cuanto que la Iglesia no tendrá, por
decirlo así, enemigos que combatir.
He aquí cómo un autor estimado, el padre Arminjon,
describe el estado en que caerá entonces el mundo:
“La caída del mundo, dice, tendrá lugar instantáneamente
y de improviso : «veniet dies Domini sicut fur» (II Petr. 3 10). Será en una
época en que el género humano, sumergido en el sueño de la más profunda
incuria, estará a mil leguas de pensar en el castigo y en la justicia. La
divina misericordia habrá agotado todos sus medios de acción. El Anticristo
habrá aparecido. Los hombres dispersados en todas partes habrán sido llamados
al conocimiento de la verdad. La Iglesia católica, una última vez, se habrá
difundido en la plenitud de su vida y de su fecundidad. Pero todos estos
favores señalados y sobreabundantes, todos estos prodigios, se borrarán de
nuevo del corazón y de la memoria de los hombres. La humanidad, por un abuso
criminal de las gracias, habrá vuelto a su vómito. Volcando todas sus
aspiraciones hacia la tierra, se habrá apartado de Dios, hasta el punto de no
ver ya el cielo, y de no acordarse más de sus justos juicios (Dan. 13 9). La fe
se habrá apagado en todos los corazones. Toda carne habrá corrompido su camino.
La divina Providencia juzgará que ya no habrá remedio alguno.
“Será, dice Jesucristo, como en los tiempos de Noé. Los
hombres vivían entonces despreocupados, hacían plantaciones, construían casas
suntuosas, se burlaban alegremente del bueno de Noé, que se entregaba al oficio
de carpintero y trabajaba noche y día por construir su arca. Se decían: ¡Qué
loco, qué visionario! Eso duró hasta el día en que sobrevino el diluvio, y se
tragó toda la tierra: «venit diluvium et perdidit omnes» (Lc. 17 27).
“Así, la catástrofe final se producirá cuando el mundo se
creerá en la seguridad más completa; la civilización se encontrará en su
apogeo, el dinero abundará en los comercios, jamás los fondos públicos habrán
conocido un alza tan grande. Habrá fiestas nacionales, grandes exposiciones; la
humanidad, rebosando de una prosperidad material inaudita, dirá como el avaro
del Evangelio: «Alma mía, tienes bienes para largos años, bebe, come,
diviértete…» Pero de repente , en medio de la noche, «in media nocte» -porque
en las tinieblas, y en esa hora fatídica de la medianoche en que el Salvador
apareció una primera vez en sus anonadamientos, volverá a aparecer en su
gloria-, los hombres, despertándose sobresaltados, escucharán un gran estrépito
y un gran clamor, y se dejará oír una voz que dirá: Dios está aquí, salid a su
encuentro, «exite obviam ei» (Mt. 25 6)”.
Y el autor añade que los hombres no tendrán tiempo de
arrepentirse. En este punto disentimos de él. La gran catástrofe, en efecto,
será precedida de signos aterradores cuyo conjunto formará un supremo llamado
de la divina misericordia. ¡Muy ciego y endurecido será quien resista a él!
El sol se oscurecerá, como agotado por una pérdida de
luz. La luna no recibirá ya una irradiación lo suficientemente viva como para
brillar ella misma. El cielo se enrollará como un libro, invadido por una
oscuridad espesa. Las fuerzas del cielo se tambalearán; pues las leyes de los
movimientos de los cuerpos celestiales parecerán suspendidas. Habrá una
profunda turbación en el mar, un gran estrépito de olas levantadas, y la tierra
se verá sacudida de movimientos insólitos; y los hombres no sabrán dónde
refugiarse para huir de los elementos desencadenados. Finalmente la tierra se
abrirá, y lanzará globos de llamas que producirán un incendio general, mientras
que en los aires aparecerá una cruz esplendorosa que anunciará la venida del
sumo Juez.
¿Cuánto tiempo durarán estas señales? Nadie lo sabe. Lo
que la Escritura nos dice, es que los hombres se secarán de espanto. Sucederá
con ellos lo que sucedió con los contemporáneos de Noé. Mientras éste proseguía
la construcción del arca, todo el mundo se burlaba de él; pero cuando el
Diluvio comenzó a invadirlo todo, todo el mundo tembló, y muchos hombres, según
el testimonio de San Pedro, se convirtieron. Del mismo modo, nos está permitido
esperar que al acercarse el juicio, una buena parte de los hombres, viendo cómo
los cielos se velan y sintiendo fallar la tierra bajo sus pies, harán un acto
de contrición suprema y volverán a entrar en gracia con Dios.
Por lo que mira a los justos, levantarán la cabeza con
confianza; y la cruz que resplandecerá los llenará de alegría.
La carrera mortal de la Iglesia habrá concluido. El mundo
esperará, para acabar, a que Ella haya recogido al último de sus elegidos.
XI. CONCLUSIÓN
Hemos llegado al término de nuestro estudio.
Al echar una mirada sobre sus destinos futuros, nos hemos
apoyado únicamente en las profecías que forman parte integrante de la Escritura
divinamente inspirada.
La sustancia de nuestro trabajo ha sido sacada, pues, de
las fuentes mismas en que se alimenta la fe católica; y no pensamos que pueda
negarse sin temeridad lo que hemos adelantado sobre el Anticristo, la aparición
de Henoc y Elías, la conversión de los Judíos, las señales precursoras del
juicio.
Donde podríamos habernos equivocado es en los comentarios
que hemos hecho de varios pasajes del Apocalipsis, como también en el
encadenamiento que hemos tratado de establecer entre los acontecimientos
citados más arriba. Pero si hemos errado, ha sido siguiendo a intérpretes
autorizados, y lo más frecuentemente a Padres de la Iglesia.
¿Nos equivocamos en ver en el estado presente del mundo
los preludios de la crisis final que se describe en los Santos Libros? No nos
lo parece. La apostasía comenzada de las naciones cristianas, la desaparición
de la fe en tantas almas bautizadas, el plan satánico de la guerra llevada
contra la Iglesia, la llegada al poder de las sectas masónicas, son fenómenos
de tal envergadura que no podríamos imaginar otros más terribles.
Sin embargo, no querríamos que se falsease nuestro
pensamiento.
La época en que vivimos es indecisa y atormentada. La
humanidad está inquieta y vacilante. Al lado del mal está el bien; al lado de
la propaganda revolucionaria y satánica hay un movimiento de renacimiento
católico, manifestado por tantas obras generosas y empresas santas. Las dos
corrientes se delinean cada día más claramente: ¿cuál de ellas arrastrará a la
humanidad? Sólo Dios lo sabe, El que separa la luz y las tinieblas, y les
señala su lugar respectivo (Job 37 19-20).
Por otra parte, es seguro que la carrera terrestre de la
Iglesia se encuentra lejos de estar cerrada: es más, tal vez nunca se ha visto
abierta más ampliamente. Nuestro Señor nos ha hecho saber que el fin de los
tiempos no llegará antes de que el Evangelio haya sido predicado en todo el
universo, en testimonio para todas las naciones (Mt. 24 14). Ahora bien, ¿se
puede decir que el Evangelio ha sido ya predicado en el corazón de África, en
China, en el Tíbet? Algunas luces raras no constituyen el pleno día; algunos
faros encendidos a lo largo de las costas no expulsan la noche de las tierras
profundas que se extienden detrás de ellas.
¿Cómo la Iglesia realizará esta carrera? ¿Bajo qué
auspicios llevará a las naciones que lo ignoran, o que lo han recibido
insuficientemente, el testimonio prometido por Nuestro Señor? ¿Será en una
época de paz relativa? ¿Será en medio de las angustias de una persecución
religiosa? Se pueden formular hipótesis en ambos sentidos. La Iglesia se
desarrolla de un modo que desconcierta todas las previsiones humanas; basta
recordar las maravillosas conquistas hechas contra la infidelidad, en el
momento más agudo de la crisis del protestantismo.
En realidad, la confianza más absoluta en los magníficos
destinos futuros de la Iglesia no es incompatible de ningún modo con nuestras
reflexiones y conjeturas sobre la gravedad de la situación presente.
Por otra parte, al estimar que asistimos a los preludios
de la crisis que traerá consigo la aparición del Anticristo en la escena del
mundo, nos cuidamos muy bien de querer precisar los tiempos y los momentos; lo
que consideraríamos como una temeridad ridícula. Permítasenos una comparación
que explicará todo nuestro pensamiento.
Sucede que un viajero descubre, a un cierto punto de su
camino, toda una vasta extensión de un país, limitado en el horizonte por
montañas. Ve cómo se dibujan claramente las líneas de esas montañas lejanas;
pero no podría evaluar la distancia que las separa a unas de otras. Cuando
empieza a atravesar esta distancia intermediaria, encuentra barrancos, colinas,
ríos; y la meta parece alejarse a medida que se acerca de ella.
Así sucede con nosotros, a nuestro humilde entender, en
los tiempos presentes. Podemos presentir la crisis final, viendo cómo se urde y
desarrolla ante nuestros ojos el plan satánico del que será la suprema
coronación. Pero, desde el punto en que nos encontramos en el momento actual de
esta crisis, ¡cuántas sorpresas nos reserva el futuro! ¡cuántas restauraciones
del bien son siempre posibles! ¡cuántos progresos del mal, por desgracia, son
posibles también! ¡cuántas alternativas en la lucha! ¡cuántas compensaciones al
lado de las pérdidas! Aquí hay que reconocer, con Nuestro Señor, que sólo al
Padre pertenece disponer los tiempos y los momentos. “Non est vestrum nosse tempora vel momenta, quæ
Pater posuit in sua potestate” (Act. 1 7).
En esta incertidumbre, dominada por el pensamiento de la
Providencia, ¿qué podemos hacer? Velar y orar.
Velar y orar, porque los tiempos son incontestablemente
peligrosos, “instabunt tempora periculosa” (II Tim. 3 8); pues hay un peligro
grande, en esta época de escándalo, de perder la fe.
Velar y orar, para que la Iglesia realice su obra de luz,
a pesar de los hombres de tinieblas.
Velar y orar, para no entrar en la tentación.
Velar y orar en todo tiempo, para ser hallados dignos de
huir de estas cosas que sobrevendrán en el futuro, y de mantenerse de pie en
presencia del Hijo del hombre:
“Vigilate, omni tempore orantes, ut digni habeamini
fugere ista omnia quæ futura sunt, et stare ante Filium hominis” (Lc. 21 24).
Notas:
[1] El Padre Deschamps da curiosos detalles sobre el odio
vivo que la francmasonería tiene a los representantes del poder cristiano.
Existe cierta prueba en que el iniciado recibe esta consigna enigmática: L.D.P.
Ahora bien, esta consigna tiene doble sentido. En el primero quiere decir:
Libertad de pensar. Es la rebeldía contra Dios. En el segundo quiere decir :
Lilia destrue pedibus: aplasta los lirios con los pies. Es la destrucción de
las monarquías cristianas, que siempre tuvieron al lirio como su símbolo.
[2] Es tradición de los primeros siglos de la Iglesia,
consignada en Lactancio, que un día el imperio del mundo volverá a Asia: Imperium
in Asiam revertetur.
[3] Este pasaje, por otra parte, se refiere tal vez a
tiempos anteriores a los del Anticristo (Cornelio a Lapide).
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